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Nota para un viejo amigo

Esta es la carta que dejó Akutagawa antes de quitarse la vida en 1927. Forma parte de nuestro libro Ruedas dentadas & La vida de un estúpido.

Hasta ahora nadie ha escrito honestamente acerca del estado mental de quien está a punto de suicidarse. Esto puede deberse al respeto que se tiene la víctima del suicidio, o quizá a la falta de interés psicológico en su propia mente. Y aunque falle en comunicarte mis motivos con precisión, me quedaré satisfecho con intentarlo. En uno de sus cuentos, Régnier retrata a un hombre que se suicida, pero que no entiende la razón por la que lo hace. Uno puede encontrar muchos motivos para suicidarse en la sección policial del periódico, desde deudas fiscales a angustia mental. En mi experiencia, estos no representan la totalidad de motivos, sino que dan cuenta del viaje hacia la verdadera razón. Los que se quitan la vida son, en su mayoría, como lo describió Réigner, ignorantes del verdadero motivo. El suicidio, como todas nuestras acciones, implica una serie compleja de motivos. Por lo menos en mi caso, el impulso proviene de una vaga sensación de ansiedad, una sensación confusa de inquietud por mi futuro. Es probable que no puedas fiarte de mi palabra. Diez años de experiencia me han enseñado que para aquellos que no son mis cercanos más íntimos y recurrentes, mis palabras se pierden como una canción en el viento. Así que no te culpo…


Durante los dos últimos años he pensado incesantemente en la muerte. También durante este periodo leí a Mainländer, cuyo trabajo ha calado profundamente en mi conciencia. Estoy seguro de que Mainländer oculta con ingeniosas palabras abstractas una descripción del viaje hacia la muerte. Quisiera hacer lo mismo de un modo mucho más concreto. No tengo mayor deseo que este, ni siquiera siento pena por mi familia. Esto puede parecerte nada menos que «inhumano», pero si me condenas inhumano, ten en cuenta que solo lo soy superficialmente.


Es mi deber escribir todo esto con honestidad (siento que ya agoté todos los esfuerzos examinando mi vaga sensación de ansiedad en La vida de un estúpido. En ese libro elegí deliberadamente no escribir sobre cierto factor social cuya sombra aún se cierne sobre mí: la era feudal. Esto porque todavía los humanos vivimos de algún modo bajo su sombra. Intenté escribir solo sobre el escenario, las luces y las actuaciones —principalmente mi propia actuación— que se dieron en otros lugares. Además, no puedo sino dudar de que yo mismo pueda entender claramente esta situación social viviendo inmerso en ella). Mi principal preocupación fue cómo morir de tal manera que el sufrimiento fuera el mínimo. Ahorcarse, por supuesto, es el método más apropiado para este propósito. Pero cuando me visualicé a mí mismo colgante, me sobrecogió un sentimiento de disgusto estético (recordé una vez que me había enamorado de cierta mujer, pero perdí todo interés en ella cuando descubrí que era una escritora mediocre). Ahogarme tampoco me permitiría alcanzar mi objetivo, pues soy un buen nadador. Y aun en el poco probable caso de que tuviera éxito, resultaría más doloroso que el ahorcamiento. Pensar en lanzarme bajo un tren me evocaba una sensación de revulsión estética incluso mayor. La muerte por pistola o con un cuchillo tenía el potencial de fracasar debido a un temblor en mis manos. Saltar de un edificio sin duda sería antiestético. Basado en estas consideraciones, me decidí por la muerte por consumo de medicamentos. Es posible que la muerte por medicamentos resulte más dolorosa que por ahorcamiento. No obstante, más allá del hecho de que me parezca menos aborrecible que colgarme, también tiene el beneficio de que no hay peligro de resurrección. Solo quedaba el asunto de que procurarme tal medicamento sería, no hace falta decirlo, una tarea nada sencilla. Me propuse suicidarme, y decidí utilizar todos los medios a mi disposición para proveerme de lo necesario. Al mismo tiempo, intenté adquirir todos los conocimientos que pude sobre toxicología.


Mis pensamientos se concentraron entonces en qué sería de mi vida. Mi familia dependería de mi herencia después de mi muerte: una exigua propiedad cuya tierra apenas valdrá cien monedas, mi casa, los derechos de mi trabajo, y mis ahorros: dos mil yenes. Me producía ansiedad pensar que mi casa se volvería invendible debido a mi suicidio, y por consiguiente desarrollé envidia hacia los burgueses que tienen casas para vacacionar en el campo. Puedes pensar que lo que digo es ridículo. Pero cuando uno piensa en estos asuntos, realmente se siente una profunda incomodidad. Es una incomodidad inevitable. Hice todos los esfuerzos posibles para matarme de un modo en que nadie fuera de mi familia viera mi cuerpo.


No obstante, incluso después de haber resuelto el medio, descubrí que todavía me aferraba en cierta forma a la vida. Por ello, necesitaba un trampolín que me impulsara a la muerte (no creo, como los occidentales, que el suicidio sea un pecado. En las escrituras budistas, Buda afirma que el suicidio es uno de sus discípulos. Quienes distorsionan la verdad para manipular la opinión pública podrían decir que esto solo aplica en casos en donde tal decisión es «inevitable». Pero visto desde otra perspectiva, estos casos «inevitables» no son solo las situaciones extremas en donde uno tendría inevitablemente una muerte más miserable. Todos quienes deciden quitarse la vida lo hacen como resultado de circunstancias que son, para ellos, «inevitables». Si no, quienes lo hacen antes de haber llegado a ese punto deben tener un abundante coraje). Cuando todo está dicho y hecho, por lo general es una mujer quien cumple el rol de este trampolín. Kleist, antes de quitarse la vida, le pidió a sus amigos que lo acompañaran. Racine también intentó lanzarse al Sena junto con Molière y Boileau. Lamentablemente no tengo amigos como esos, así que intenté convencer a una mujer que era mi amiga de que muriera junto a mí. Esta, sin embargo, resultó ser una propuesta que no podía cumplir por mi bien, así que tuve que reunir la confianza para quitarme la vida sin un trampolín. Esta resolución no vino motivada por la desesperación de que nadie quisiera morir conmigo, sino que más bien comencé a volverme cada vez más sentimental, y aunque mi esposa se afligiera con mi muerte, quería ser considerado con ella. Al mismo tiempo, sabía que matarme sería más fácil sin un cómplice. Es más, no me cabían dudas de la conveniencia de poder hacerlo en el momento que yo quisiera.


Mi elucubración final fue terminar mi vida de un modo en que mi familia no se diera cuenta antes de que el asunto estuviera hecho. Después de varios meses de preparación, alcancé una cierta certeza de que sería capaz de hacerlo (no puedo escribir aquí los detalles por el bien de la gente que me ayudó. Pero incluso aunque los escribiera, es cierto que nunca se crearía en nuestra ley un cargo tan ridículo como «complicidad y auxilio en un suicidio». Si esa ley se aplicara, ¡cómo aumentaría el número de criminales! Incluso si las farmacias, las tiendas de armas y los vendedores de cuchillos declararan no haber tenido conocimiento, siempre que nuestras palabras y expresiones traicionen nuestras intenciones, recibirán cierto grado de sospecha. Además, la sociedad y la ley como tales necesitan esta ayuda e instigación al suicidio. ¡Al final estos criminales tendrían los más grandes corazones!). Llevé a cabo mi preparación con calma, y ahora apenas me entretengo pensando en la muerte. Mi ánimo es la mayor parte del tiempo como lo escribió Mainländer.


Somos animales humanos, y como tales tememos a la muerte igual que los animales. La llamada «voluntad de vivir» solo es un nombre diferente para el instinto animal. No soy sino uno de estos animales humanos, y cuando observo mi pérdida de interés en la comida y en las mujeres, me doy cuenta de que he perdido gradualmente el instinto animal. Ahora vivo en mi mundo de nervios enfermos, tan translúcido como el hielo. Anoche hablé con una prostituta acerca de sus tarifas (!) y sentí profundamente el pathos de nosotros los humanos que «vivimos por vivir». Si podemos someternos al sueño eterno, sin duda podemos ganarnos la paz, si es que no la felicidad, pero tenía dudas de cuándo sería lo suficientemente valiente para quitarme la vida. En este estado, la naturaleza no ha hecho otra cosa que volverse más bella que nunca para mí. Tú amas la belleza de lo natural, y sin duda te reirás ante mis contradicciones. Pero la naturaleza es bella precisamente porque se muestra ante ojos que no la verán por mucho más tiempo. He visto, amado y entendido más que otros. Solo esto me otorga cierto consuelo en medio de mis insuperables penas. Por favor, evita que esta carta se haga pública durante varios años después de mi muerte. Es posible que logre quitarme la vida de un modo en que parezca muerte natural.


P.S.: Leyendo la vida de Empédocles, me di cuenta de lo antiguo que es el deseo de volverse un dios. Por lo que yo puedo decir, esta carta no es un intento de eso. No, solo existo como un ser humano mundanal. Quizá recuerdes cuando hace veinte años discutimos Empédocles en Etna debajo de los tilos. En ese tiempo, era yo el que se veía a sí mismo como un dios.


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